Guanacos y pingüinos, primeras figuras en el Sur
Sobre la costa y en la estepa, los animales autóctonos están al alcance de la vista, siempre listos para la foto. En Cabo Dos Bahías, muy cerca del encantador pueblo de Camarones, a unos 250 km al sur de Trelew, llama la atención el desparpajo con el que andan los guanacos. Es una pequeña reserva en la que habitan una colonia de lobos marinos de dos pelos y numerosas aves marinas durante todo el año, y cada primavera llegan pingüinos de Magallanes para su ciclo reproductivo. Más allá de la belleza del lugar y de la importancia de la variada fauna, asombra la confianza con la que se mueve el guanaco en esta región de la costa patagónica, aun ante el ser humano. En abril último, se editó en la Argentina el libro Patagonia, los grandes espacios y la vida silvestre , escrito por William Conway, conocido conservacionista de la Wildlife Conservation Society, que desde los años sesenta trabaja en la región e investiga el comportamiento de los animales autóctonos. De su lectura se desprende la otra Patagonia, no la de los lagos y la Cordillera, sino la de la gran estepa que se recuesta sobre el mar y en la que conviven aves y mamíferos, cada vez más atractivos para los turistas, especialmente para los más chicos. Hay que tener en cuenta que hasta casi fines del siglo XIX todos estos animales convivían con las tribus tehuelches, que los cazaban para alimentarse y aprovechar sus cueros. Cuenta Musters en At home with the patagonians , editado en 1871, que los tehuelches, ya con caballos, capturaban a guanacos y a choiques (el ñandú chico de la Patagonia) rodeándolos en grupo y atacándolos con las boleadoras. El viajero inglés contó miles en aquella época. Unas cuatro décadas antes, Darwin señalaba que había más; es decir, cantidades inmensas pastando libremente, junto con otras especias como las maras y los peludos. Pero a Darwin no le interesó mucho la Patagonia desde el punto de vista científico y en aquella época la acusó de estéril. No obstante, años después escribió: "Cuando evoco los recuerdos del pasado, las llanuras de la Patagonia acuden frecuentemente a mi memoria y, sin embargo son desiertos. ¿Por qué, entonces, esos desiertos -y no soy el único que ha experimentado ese sentimiento- han causado en mí tan profunda impresión?" Bordeando la costa desde Camarones hacia el Norte, aparece unos cien kilómetros antes de Trelew la ya conocida reserva de Punta Tombo. Allí también se pueden ver guanacos, aunque tal vez no tan cómodos como en Cabo Dos Bahías, tal vez por la mayor afluencia de seres humanos. Sin embargo, aquí el festín lo constituye la llegada de los pingüinos, en septiembre. Cada año se repite la historia. Como respondiendo a una orden silenciosa, van apareciendo desde el mar en pequeños grupos y se dispersan en busca de su pareja, a la que tal vez no vieron durante seis meses. Las buscan, las llaman a gritos y generalmente se dirigen hacia el mismo nido que ocuparon el año anterior. Son monógamos y fieles y, como en un matrimonio ideal, hasta se turnan para cuidar a las crías. Tierra de leyendas "La naturaleza parece despertar aquí de un prolongado letargo", escribió el perito Francisco Moreno refiriéndose a la Patagonia. El como ningún otro recorrió sus interminables llanuras y recogió los fósiles que hoy se exhiben en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Tanto en éste como en el Museo Egidio Feruglio, de Trelew, se conoce la antigua flora y fauna de la región y se hallan piezas y ejemplares que hablan de un pasado de 300 millones de años. La Patagonia guarda misterios similares a aquel que aseguraba la existencia de la Ciudad de los Césares en los alrededores del lago Nahuel Huapi, o de los hombres gigantes que afirmaron ver los primeros conquistadores. Pero no todo quedó en el pasado. Más allá de la explotación de ciertas especies y de la introducción de otros animales que modifican la ecología del lugar, subsiste la belleza salvaje de los animales autóctonos. Para un viajero atento, es un placer toparse con bandadas de choiques que se alejan del ruido del auto, y divisar manadas de guanacos a la distancia (siempre uno de los machos, alejado del resto y vigilante ante cualquier peligro). Los zorros se cruzan por la ruta, y también se descubren pichis, o peludos, en las cercanías del agua. Si bien ya no se explota indiscriminadamente el ñandú pequeño para aprovechar las plumas ni hay grandes cacerías de guanaco, es sabido que la gente del lugar aún consume su carne, aunque en cantidades que seguramente no serán determinantes para su conservación. Según una información que William Conway brinda en su libro, quedarían dispersos en la Patagonia un millón y medio de choiques, que conviven en las estancias con los animales exóticos, en cierto modo bendecidos por los estancieros, ya que son beneficiosos como "dispersores de semilla". Hoy compiten con él por el alimento la liebre europea, la autóctona mara y la oveja, pero es más peligroso el zorro colorado, que come sus pichones. En cuanto a los guanacos, la concentración más importante que descubrieron (14.000, aparentemente) está bien al Noroeste, al sur de la provincia de Mendoza, en la Payunia. "En la época de los tehuelches había una cantidad enorme de guanacos en la estepa -escribe Conway-. Había cóndores andinos volando por encima de sus cabezas, multitudes de choiques, grandes cantidades de maras, muchos pumas merodeando, bandadas de elegantes bandurrias moras y, en el Norte, pacientes tortugas de andar dificultoso y ruidosos loros barranqueros." Las aves de la orilla y las ballenas de mar adentro Sobre la costa marítima, conviviendo con pingüinos, gaviotines, albatros y cormoranes, anidan también los loros barranqueros. El río Negro, que separa las ciudades de Carmen de Patagones y Viedma, llega hasta el mar entre orillas de intenso verdor que los lugareños utilizan como balneario. En su desembocadura, cerca del balneario El Cóndor, hay una colonia que anida en las barrancas de arena que dan al mar. Su población supera los 30.000, aunque corren el peligro de ser capturados como mascotas o envenenados porque comen las cosechas. Muchas especies de aves que habitan en las orillas suelen quedar postergadas ante la mirada del visitante. El cormorán, el biguá, la gaviota cocinera, el gaviotín, se destacan con sus gritos sobre el ruido de las olas y forman parte de aquella riqueza costera. También compiten, es verdad, con los pingüinos, y hasta hay gaviotas que picotean el lomo de las ballenas para comer su grasa, y las obligan a sumergirse precipitadamente. Pero más le teme el lobito o el elefante marino pequeño a la orca, cuando irrumpe desde el mar como un acorazado y lo arranca de la orilla de un bocado mortal. Es que los animales despliegan su naturaleza salvaje y la Patagonia es el gran escenario. En este sentido, el crecimiento del interés por observarlos en su hábitat es un modo de preservarlos. La fiesta de las ballenas en el Golfo Nuevo, Puerto Madryn, está a pleno. En Península Valdés, declarada por la Unesco en 1999 Patrimonio de la Humanidad, parten desde Puerto Pirámides los barcos de observación que se acercan mar adentro a la ballena franca austral. En la misma península, en Punta Norte, hay colonias de elefantes marinos y de lobos marinos de un pelo. En Caleta Valdés, una importante colonia de elefantes marinos, y también suele llegar la orca en procura de alimento a las orillas. Fuente: La Nacion
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