Mucho más que una ciudad bonita
De la capital provincial al cerro San Bernardo y la Quebrada del Toro. Iglesias, peñas y una leyenda urbana.
Desde cualquiera de las esquinas de la plaza principal de Salta "La linda" se ven los carros que sostienen ese intenso color rojo. Las bicicletas se amontonan sobre los puestitos que ofrecen dos kilos de frutillas a cinco pesos, aunque estén resecas como el empedrado, para luego seguir viaje hasta la montaña. Hace ocho meses que no llueve y los turistas arrasaron con los sombreros artesanales y la cerveza tirada. Mientras tanto, en unas mesitas de la recova, un grupo de vecinos analiza la posibilidad de subir al cerro para pedirle a María Livia -la leyenda urbana más reciente de la región a la que le atribuyen la capacidad de sanar y de cumplir milagros-, que busque la forma de adelantar el agua, aunque sea unas pocas gotas.
Todo se vive con cierta mística en Salta, una ciudad donde se pueden pasar semanas enteras sin querer armar las valijas. Como le ocurrió a Kevin, un inglés que llegó aquí por unos días. Al final, vendió el pub que tenía en su país, cambió las botas de cuero por las alpargatas y ahora, bajo el apodo de Avelino, es el anfitrión de una de las peñas más concurridas. No figura en ninguna guía turística, pero su historia se la encuentra en cualquier charla de café.
Un punto de partida para recorrer la ciudad de Salta es la Plaza 9 de Julio, el espacio donde se concentra la vida social y cultural de sus más de 600 mil habitantes. Aquí, los lustrabotas se acomodan en las escalinatas de la Catedral, un imponente templo con decoraciones de oro, que empezó a construirse en 1858 y alberga los restos del general Martín Miguel de Güemes. Los bares y restoranes, con mesas en la vereda, se mezclan con un Cabildo, museos y otros palacios franceses.
La devoción por la religión se percibe en todos los barrios y clases sociales. "Acá hay dos iglesias por cuadra", dicen, irónicos, los guías turísticos. Es que Salta no es sólo una de las ciudades con más templos del país, sino que también tiene algunos de los más valiosos.
Más allá de las creencias, cada iglesia constituye una verdadera reliquia arquitectónica.
Se percibe una notable armonía en las calles de Salta. Los caminos en curvas aparecen entre los palos borrachos, los sauces y los amarillos guaranguay, y las casas coloniales se asoman con una pensada prolijidad entre jazmines y alegrías del hogar. No existe el ruido por estas calles, la gente camina en silencio hasta la avenida más cercana, donde las motos y bicicletas son mayoría, mientras que esporádicos colectivos pasan sin apuro ni bocinas.
Montaña y religión
El cerro San Bernardo, una cumbre verde que se encuentra a 1.458 metros de altura sobre el nivel del mar, ofrece una interesante vista panorámica de la ciudad. Se puede subir en teleférico, en auto o a pie. De hecho, al camino hasta la cima se lo conoce como el "circuito de salud", y es el lugar preferido por los salteños para practicar deportes. En la cima, hay una variada vegetación que crece gracias a una cascada artificial. También hay una confitería y la infaltable tienda de souvenirs. Por supuesto, tampoco falta una cruz, que es de madera y data de 1901.
Cada recorrido se acerca a una experiencia religiosa. "Para nosotros, las cimas de las montañas son lugares sagrados y por eso tiene que haber siempre algún símbolo de nuestra creencia", explica un salteño que se encarga de cuidar el florido jardín que rodea a la confitería del cerro.
Hacia el oeste de Salta, por la ruta 51 rumbo a Campo Quijano, se llega a la Quebrada del Toro, una garganta con paredes muy erosionadas y en la que se ganan, muy rápido, altura y vértigo. La vegetación nace espontánea y predominan los verdes, rojos y marrones. El paisaje es de una inmensidad impactante y el viento genera una atmósfera tan limpia que invita a contemplar esta infinidad y ver pasar el tiempo. Durante este recorrido, se realiza también parte del trayecto del famoso Tren a las Nubes, reinaugurado hace poco.
La aristocracia salteña también tiene su barrio. En una villa a sólo ocho kilómetros de esta capital, a 1.450 metros de altura sobre el nivel del mar, viven los descendientes de los Patrón Costas, los Cornejo o los Saravia, entre otros. Estos apellidos tradicionales hablan de la historia del Norte argentino y de las primeras familias que en la época colonial llegaron a Salta para trabajar con el cultivo de la caña de azúcar y se transformaron en terratenientes. Ahora, aquellas casonas en donde vivieron, forman parte de un recorrido turístico, la villa de San Lorenzo. En este trayecto, hay quebradas, arroyos y ríos que custodian imponentes castillos que datan del 1700, por entonces utilizadas como casas de verano.
San Lorenzo tiene una población estable de 5.000 habitantes, pero se duplica en el verano con la llegada de los turistas que eligen las hosterías de este cerro para olvidarse de la rutina. Las cabalgatas, trekking y cuatriciclos son una opción por si los visitantes se aburren de contemplar un paisaje casi perfecto.
A la noche, además de los casinos que se expanden como los de la empresa Casinos Austria, las peñas se imponen como el destino obligado para comer empanadas, tamales y humitas, mientras que en algunas mesas se toca la guitarra y el bombo y se recitan esas poesías que sólo la gente del Norte sabe cómo decirlas. Unas nubes rodean de a poco esta casona donde estamos ahora y pronto caen las primeras gotas. En una mesa vecina alguien comenta con alivio: "Parece que María Livia hizo llover, nomás".
Los Niños de Llullaillaco
La ciudad de Salta tiene uno de los hallazgos arqueológicos más importantes del país. Frente a la plaza 9 de Julio, sobre la calle Mitre, se encuentra el Museo de Arqueología de Alta Montaña, que guarda los cuerpos momificados de tres niños incas, conocidos como los Niños de Llullaillaco. Fueron hallados durante una expedición científica que, en 1999, ascendió al Volcán Llullaillaco, a 6.739 metros, en el límite con Chile. Las tres momias se conservan en un estado asombroso y forman parte de un rito del mundo inca, en el que se elegían los niños más bellos -generalmente eran los hijos de los caciques- para ofrecerlos a los dioses.
Fuente: Clarin
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