Alta Gracia, la historia y los personajes
Esta ciudad con pasado aristocrático albergó al Che Guevara y a Manuel de Falla, en medio de la monumental obra de los jesuitas.
Como toda típica postal de la provincia de Córdoba que muestra sus credenciales de entrada, Alta Gracia se ve favorecida por un luminoso marco de sierras verdes que enrojecen al atardecer. Tampoco está exenta del característico clima benigno de la región, perfumado por aromas de hierbas que las brisas casi imperceptibles llevan y traen. Sin embargo, su rasgo más saliente, razón de fondo de su poder de seducción, es la profunda huella marcada a fuego por hombres que trascendieron, personajes que tuvieron el tino -o la fortuna, según el caso- de desandar parte de su recorrido en este lugar impactante.
Entre otras celebridades, estos pagos de eterna tranquilidad pueblerina y horizonte impreciso fueron capaces de cautivar al músico español Manuel de Falla, al científico Albert Einstein y a la familia de Ernesto Guevara, cuando el Che niño era llamado Teté.
Promediaba el siglo XX y las miradas agitadas por la curiosidad de esos personajes capaces de revolucionar el mundo con sus acciones se posaban seguido en las imponentes piezas que alteraban el discreto trazado urbano: sencillas casas de paredes de adobe y techo de paja y elegantes chalés levantados a partir de la llegada del tren de carga desde Córdoba en 1891, parecían desdibujarse ante las construcciones dejadas por una misión jesuítica en el siglo XVII y el legendario Sierras Hotel, un imán irresistible para familias de la alta sociedad vernácula, que llegaban con sus mejores galas y sus criadas y departían con aristócratas de todo el mundo.
Hotel de aristócratas
"Por este piso de azulejos blancos pasearon nada menos que el científico Albert Einstein y el príncipe de Gales y los presidentes Illia y Frondizi", remarca la guía Adriana Ferreyra, mientras nos conduce por la lujosa galería del hotel, reciclado por la cadena Howard Johnson. La acompaña Analí Heinz, la refinada y elegante anfitriona del hotel, quien camina presurosa hacia el restaurante, estratégicamente ubicado a mitad de camino de las habitaciones al casino. El apuro tenía sentido: nos espera un almuerzo a cuerpo de rey, en el que resaltan medallones de lomo, champignones y papas al natural, salpicados por una crema suave. Los postres, el café y brindis varios estiran la sobremesa.
Hacia el oeste, el valle de Paravachasca ("vegetación enmarañada", según una expresión de los indios comechingones) es un amplio plano inclinado, cuyas parcelas sembradas, oscurecidas por una niebla espesa, retoman altura bien al fondo, donde la Pampa del Condorito dibuja sus primeros contornos.
El predominante paisaje árido se interrumpe bruscamente en el centro mismo de la ciudad. A los pies de un reloj público de 1928 (una emblemática torre que combina los diseños colonial y moderno sobre la base de piedra rústica), el Tajamar creado por la orden religiosa refleja la hilera de nogales de la orilla y sugiere recrear la vista durante un rato largo. El embalse del arroyo Alta Gracia se aprovechaba para regar acequias y llevar agua a dos molinos harineros y un batán. Su murallón de piedra, cal y arena de 80 metros de largo es el paseo tradicional que congrega a vecinos, turistas y gente de paso, a la espera del momento irrepetible de la caída del sol, con el termo y el mate a mano.
La presencia del Che empieza a tomar cuerpo en el corazón de la ciudad, a poco más de diez cuadras de su Casa-museo. Los vendedores de pastelitos de la plaza principal revelan el primer dato local sobre el hombre transformado en mito: "Allí enfrente, en la escuela Manuel Solares, estudiaba Ernestito". Alrededor de estos guías espontáneos, el Che pasa a ser una figura recurrente en la Feria de Artesanos del pueblo. Se lo ve en videos, libros, cd, remeras y hasta en magistrales trabajos en cerámica, cuero, madera de algarrobo y tejidos a mano o aguja. Las piezas más delicadas de lana de llama, alpaca y oveja se consiguen en la fábrica Tadar, famosa por sus ponchos, guantes, frazadas, suéteres y gorros. Un sitio de manos expertas, poco conocido por los turistas.
Del Che a Manuel de Falla
Por el contrario, los pasos de los visitantes suelen apuntar hacia la calle Avellaneda, el eje en el que se encolumnan casonas estilo art decó, art nouveau, coloniales e inglesas de techo de chapas a dos aguas. De esa urbanización singular, el matrimonio Guevara eligió "Villa Nydia" para afincarse y ayudar a su hijo Ernesto, de 4 años, a recuperarse de un asma severo. Es una de las seis casas en las que vivió la familia del Che durante su estancia de once años en Alta Gracia.
Un mural, sobre la pared de una de las siete habitaciones, permite seguir el largo derrotero que emprendió el Che por América latina en su bicicleta a pedales y motor, expuesta a pocos pasos. También se conservan el uniforme que vistió en Sierra Maestra, centenares de fotos de distintas épocas (desde que, de niño, vistiera sombrero e impecable traje blanco en las calles de tierra de Alta Gracia), los boletines escolares con las mejores calificaciones en Geografía, Historia e Instrucción Cívica, el título de médico extendido por la Universidad de Buenosa Aires en 1953, la matrícula de enfermero, la habitación con el piso de pinotea original que compartía con su hermano Roberto y la constancia de su primer trabajo, como laboratorista de la Dirección de Vialidad Córdoba.
Más información en welcomeargentina.com
A siete cuadras de allí, bastante más austero y menos transitado, el chalé Los Espinillos recrea los días de autoexilio de Manuel de Falla, quien llegó al país en 1942 con una tuberculosis y el dolor por la muerte de su amigo Federico García Lorca a cuestas. El compositor encontró reparo en su nueva casa y en el Sierras Hotel, adonde subía todos los días a tomar el té de las 5 en punto. Disfrutó de la atmósfera serena de Alta Gracia hasta su muerte en 1946. Su obra inconclusa, "La Atlántida", fue completada por un discípulo.
Legado jesuita
El sistema hidráulico de avanzada implementado por los jesuitas para regar, moler trigo y lavar y cuertir cueros que muestra su máxima expresión en el Tajamar tiene su correlato a medida en la gigantesca Estancia Jesuítica y residencia de verano para estudiantes del Colegio Mayor de Córdoba. En 1810 fue comprada por Santiago de Liniers, quien pasaría allí de virrey caído en desgracia a líder contrarrevolucionario. El plan le salió demasiado caro: fue descubierto por los independentistas criollos y, sin miramientos, fusilado en Cabeza de Tigre.
En cada uno de sus rincones, la estancia y la iglesia lindera dejan entrever pasajes del proceso de adaptación de los originales pobladores comechingones a los usos de los colonizadores. De a poco, los jesuitas los fueron alejando de sus casas semisubterráneas y del río Anisacate (donde se dedicaban a pescar), con el propósito de evangelizarlos, darles techo nuevo y comida y enseñarles oficios y artes. De esa epopeya de transculturación, quedan en pie morteros para triturar algarroba, chañar y otros granos silvestres, una cocina, el fueye de cuero y madera de una herrería y parte de un órgano guaraní del siglo XVIII.
La antecocina y la cocina pueden engañar a los desprevenidos. Son las partes de la finca que Liniers agregó a principios del siglo XIX y techó a dos aguas.
El detalle marca un notorio constraste con el resto de la construcción, recubierto con un techo de forma abovedada.
Ultimos pasos
Dos vendedores de pastelitos desprendidos de la feria artesanal ofrecen lo suyo a pura tonada cordobesa en el patio de la estancia, protegidos por un naranjo algo sediento. Parece el broche perfecto para la tarde soleada aunque destemplada. Pero hay que postergar la tentación: una guía con formas de docente primaria frunce el ceño y nos regaña; llama a respetar estrictamente el itinerario –trazado quién sabe hace cuántas décadas– y seguir por la Sala de Historia. Por algún detalle sobresaliente, infiero, pretende que esa habitación no sea pasada por alto. La mujer seria devela el misterio apenas resuenan sus tacos aguja sobre las baldosas brillantes: es el único sector que conserva el piso original.
Gana cuerpo el atardecer y los pórticos de estos resguardos de tesoros se cierran hasta el día siguiente, cuando vuelven a ser el centro de miradas que dispensan admiración. Hasta tanto, entonces, desde su silenciosa presencia, el paisaje impecable (coloreado por los últimos fulgores del sol, los cerros y el cielo transparente) les propone a los turistas, satisfechos con Alta Gracia, seguir la aventura más allá.
Una ciudad de revolucionarios
Si a Alta Gracia le cabe el lugar común de "ciudad revolucionaria", no lo es sólo por el paso del Che Guevara siendo niño sino también por la impronta de los padres jesuitas, que introdujeron formas de arquitectura absolutamente desconocidas en la región. Ese legado se puede apreciar en toda su dimensión, ya que permanece muy bien preservado, casi intacto. Quedan también resabios de la Alta Gracia señorial que elegía la alta sociedad porteña para pasar veranos enteros. Se iban con su servidumbre en procura de tranquilidad y para llenarse los pulmones con aire puro, paradójicamente el mismo elemento valioso que buscaba la familia Guevara para su hijo Ernestito, maltratado por el asma.
Cada vez que voy allí me quedo largo rato pasmada con la serena vista de las pequeñas serranías. No son exuberantes, pero están ahí para inspirar a cualquier artista con sus formas delicadas y los colores cambiantes según el momento del día. Los cerros son decorados por el bosque, variado en especies y tonalidades. Después de esa contemplación saludable, me voy tranquila a elegir un pequeño hotel, una hostería o un sitio agreste donde acampar. Las aldeas alineadas por la ruta 5 y sobre las orillas del río Anisacate cuentan con todas las piezas que conforman los típicos balnearios cordobeses: aguas cristalinas, playitas de arena y piedras, ollas naturales, cascadas y un ambiente que siempre es familiar. Si hasta la gente con la que se cruzan los visitantes primerizos parecen vecinos, familiares o amigos entrañables aun antes de empezar a charlar. Eso no tiene precio.
Pura aventura en los alrededores
A la manera de un elegante collar que realza el brillo de Alta Gracia, sobre los pliegues del Valle de Paravachasca y en los primeros faldeos de las Sierras Chicas se posan aldeas dominadas por una atmósfera siempre plácida y los perfumes y melodías de la naturaleza. Las más pintorescas están esparcidas a orillas del río Anisacate.
En un radio de unos 10 km hacia el oeste y al sur de la ciudad, Los Aromos, La Bolsa, La Serranita, La Paisanita, La Isla y La Rancherita ofrecen balnearios de arena clara, piletas naturales, ollas, cascadas, lugares para acampar y asadores. Allí y también a orillas del arroyo Chicamtoltina se suceden los circuitos para practicar trekking, mountain bike, pedestrismo y cabalgatas, guiadas por expertos baqueanos. En La Serranita no se pueden pasar por alto una caminata de una hora hasta el cerro La Cruz, una excursión a la Cueva de los Helechos, la inigualable panorámica que sugiere el mirador del cerro La Luisa y una visita al camping y parque temático, histórico y natural El Diquecito. Camino a la villa turística Ciudad de América, en La Praviana, un puente sobre un arroyo seduce con la vista y el rumor de pequeñas cascadas entre eucaliptos. A su vez, Anisacate resguarda morteros indígenas, una capilla ortodoxa rusa y un molino jesuita y Los Aromos -dotada de más servicios que el resto- cuenta con camping, hoteles, departamentos y casas de alquiler, artesanías y buena gastronomía.
Unos 20 km más hacia el sur, en el lago del dique Los Molinos que anuncia la entrada al Valle de Calamuchita, crecen el abanico de actividades de aventura y los puestos de artesanos. Se puede disfrutar de un paseo en lancha y pescar truchas con devolución, especialmente en ríos afluentes, como Los Espinillos, cerca de la villa residencial Potrero de Garay.
Fuente: Clarin
Nuk ka komente:
Posto një koment